La Iglesia se está pudriendo
en sus silencios culpables,
escondiendo responsables
con cinismo reverendo.
De tanto y tanto remiendo,
de encubrir tanto canalla,
de esconder tras la muralla
de la fe a los violadores,
se hace cuna de impostores,
farsa, careta y pantalla.
Miles de niños violados
y el silencio repugnante
y cómplice o vacilante
de arzobispos y papados.
Curas felones, castrados
del bien y de la moral,
que en nombre del celestial
poder de un dios en la tierra
hicieron del amor guerra
y del bien, hicieron mal.
Autoridades cobardes,
del purpurado a la tiara,
gente miserable, avara,
llena de ritos y alardes.
Oscuridad de las tardes,
insulto a la dignidad,
maldad entre la maldad,
mercaderes del pecado,
ladrones que a lo robado
le han llamado santidad.
Me averguenzo por los buenos
que sí ofrecieron la vida
por esa idea perdida
en angurria y desenfrenos.
Por los nobles, por los menos,
por los que con buena fe
se mantuvieron de pie
en nombre de los sin nombre,
con respeto por el hombre,
y si preguntar por qué.
El sacrificio valiente
de esos buenos se ha podrido,
se ha roto, se ha corrompido
entre tanto delincuente.
Quien delinque y quien consiente
son la misma porquería,
si hay dignidad debería
excomulgarlos la Iglesia
y renunciar a la amnesia,
al miedo y la hipocresía.
Que el violador vaya preso,
que el maltratador responda
ante la ley, que la hedionda
basura pague su exceso.
Que el pedófilo confeso
encare como cualquiera
sus culpas y quede afuera
de la Iglesia porque ofende
al justo que no comprende
que se encubra a tanta fiera.
Que si hay un dios en el cielo
ha de sentir repugnancia
frente a tanta tolerancia
con esas almas de hielo.
De nada sirve el consuelo
de la vida ultraterrena
si en el mundo la gangrena
prostituye la bondad
con la infinita maldad
de tantos hijos de hiena.